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Entre gestos, palabras y emociones, la psicología revela por qué las mentiras convencen… incluso a quienes las dicen.
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Por: Equipo de redacción
Todos hemos sentido esa sospecha incómoda: alguien habla y, aunque sus palabras parecen correctas, algo no encaja. La psicología ofrece pistas para confirmar esa intuición.
Los expertos llaman incongruencia emocional a la falta de coherencia entre lo que se dice y cómo se dice. Un ejemplo claro: afirmar estar tranquilo mientras el cuerpo se mantiene rígido o los ojos evitan el contacto visual.
El tiempo de respuesta también delata. Quien miente puede tardar más en contestar para “armar” su historia, o responder demasiado rápido, como si tuviera el relato ensayado. En el lenguaje, los mentirosos tienden a evitar pronombres como “yo” o “nosotros” y a llenar su discurso con detalles irrelevantes que desvían la atención.
El cuerpo es otro delator: tocarse la cara, frotarse las manos o mover los pies sin parar puede señalar nerviosismo. Y, si la sonrisa desaparece rápido o no involucra los ojos, probablemente no sea genuina.
El enigma no es solo cómo detectar una mentira, sino entender por qué algunas personas defienden ideas que saben que no son ciertas.
La respuesta, según especialistas, está en la identidad, las emociones y la presión social. Creer en algo falso puede dar pertenencia a un grupo, evitar conflictos internos o proteger de la angustia que genera la duda.
Aquí entra en juego el sesgo de confirmación: la tendencia a buscar solo la información que respalde nuestras creencias, ignorando lo que las contradiga. También influye la necesidad de cierre cognitivo, esa urgencia por tener respuestas claras y definitivas, evitando la incertidumbre.
Cuando estos factores se combinan con la presión grupal, la capacidad de cuestionar se reduce drásticamente. Experimentos clásicos en psicología social muestran que, frente a un consenso erróneo, muchas personas prefieren seguir la corriente antes que enfrentar el aislamiento.
El periodista y filósofo Miguel Wiñazki plantea que una de las razones fundamentales para mentir es suponer que la vida es más bella de lo que realmente es. Llamó a esto una forma de “hipnosis” y “autohipnosis”, donde la mentira construye una realidad más amable, aunque falsa.
Según Wiñazki, el mentiroso ejerce poder. Puede captar atención, ganar influencia o reforzar su identidad. En redes sociales —a las que califica como “teatros” con avatares y personajes alternos— esta capacidad se amplifica.
Sin embargo, advierte que la mentira tiene un ciclo: tarde o temprano, la información verificada la confronta. Y, aunque el rumor viaje a la velocidad de la luz, la ciencia, lenta pero constante, tiene la capacidad de sostener la verdad con el tiempo.
La psicología también explica que las narrativas emocionales pueden pesar más que los hechos. Si una mentira refuerza lo que sentimos o queremos creer, nuestro cerebro puede reescribir recuerdos para encajarla en nuestra historia personal.
En este sentido, distinguir realidad de ficción no es solo un ejercicio intelectual, sino un desafío emocional. Implica tolerar la incomodidad de la duda, aceptar verdades difíciles y cuestionar incluso nuestras propias percepciones.
Detectar mentiras no significa vivir desconfiando, sino desarrollar un radar más fino para las incoherencias. Observar gestos, analizar palabras y reconocer nuestras propias necesidades de certeza son pasos clave.
En un mundo donde el rumor corre más rápido que la verdad, la invitación es clara: no renunciar a la duda. Porque, aunque la mentira sea seductora, solo la verdad —con su ritmo lento pero constante— puede sostenerse en el tiempo.